Tanzania, exótica y paradisíaca

La isla de Zanzíbar esta bañada por las aguas del Océano Índico y pertenece a Tanzania, el país más grande de África del este. Un paraíso en forma de paisajes, riqueza cultural y pura historia.

Txt y Ph: Esteban Mazzocini

 

Es verano, hace mucho calor y antes de subir al barco que me llevará desde el puerto de Dar es Salaam hasta Stone Town, la capital de la isla de Zanzíbar, compro una botella de agua y algunas frutas.

Una vez en la ciudad me dejo llevar por los estrechos laberintos. Mientras busco un lugar donde hospedarme, empiezo a conocer los bazares, las mezquitas y los negocios de artesanos. Mis pasos errantes me conducen hasta la ciudad vieja de Stone Town.

Este es un lugar que transporta a tiempos lejanos, cuando los marineros y mercaderes llegaban desde Arabia. Hacia fines del siglo XV, Zanzíbar se transformó en una ciudad poderosa, comercializando con India y el resto de Asia. Esta influencia dejó huella en la arquitectura árabe que caracteriza a la ciudad. El comercio de esclavos fue una actividad importante entre Unguja -el nombre de la isla en idioma local, el ‘swahili’- y el continente. Recién en 1873 fue prohibido en forma definitiva.

En la rambla, el mozo de un bar prepara algunos tragos mientras suena “Somebody to love” de Freddie Mercury. Unos metros más adelante otro puesto tiene en su entrada principal una foto del cantante. Y es que, efectivamente, el cantante nació aquí en el año 1946, cuando Zanzíbar era un protectorado británico.

Desde el muelle ubicado en Creek Road, principal arteria de la ciudad, observo a un grupo de niños saltar al mar, haciendo piruetas mientras el sol resalta el brillo de su piel mojada. Otros juegan al fútbol en la playa descalzos. Me acerco al mercado de Darajani, lugar ideal para conocer un poco más el temperamento del lugar, y descubro varios vendedores que preparan jugos naturales a ritmos realmente acelerados.

Es la tarde y el calor aprieta todavía un poco. Me siento a descansar y elijo observar la cotidianeidad de un día africano. Entonces descubro a un grupo de mujeres vestidas con sus coloridas ‘kangas’, vestimenta tradicional, que caminan protegiéndose del sol con paraguas multicolores. A los pies de un árbol que regala sombra con generosidad, una pareja discute y parece estar poniendo fin a sus días de amor. Mientras tanto, tres chicos pasan a toda velocidad con sus bicicletas andando en una sola rueda.

Me animo a perderme por más laberintos hasta acabar en el Cine Afrique, donde sus épocas de esplendor parecen haber terminado hace tiempo. De él solo queda la fachada principal y a sus espaldas, una maquinaria prepara el terreno para hacer un hotel de lujo. Al lado, desde una inmensa puerta tallada en madera, una niña mira y se lleva la mano a la boca con vergüenza. La puerta se abre un poco más y cientos de chicos salen de la escuela. Desde su interior aún se escucha el canto de los versos del Corán.

 

De pescadores y recolectoras de algas

En esta isla existe un simpático sistema de transporte llamado ‘dala-dala’. Según dicen, es una deformación de la palabra ‘dollar’. Me levanto temprano para evitar los primeros calores de otro día abrazador y tomo una camioneta hacia Paje, una playa tranquila rodeada de exuberantes palmeras y aguas turquesas. Mientras recorro zonas rurales, los pasajeros suben y bajan constantemente. Dos horas de viaje bastan para llegar a unas pintorescas cabañas frente al mar con reposeras y con un bar hecho con cañas. Grito ‘shusha’ bien fuerte, palabra usada para bajarse donde uno desee.

Abasi, el encargado de rentar las cabañas, me entrega el candado de la puerta de la habitación y continúa reparando una de sus tantas redes de pesca. Cuando esté lista saldrá con su ‘dhow’ (antiguas barcas árabes) junto a otros pescadores mar adentro. Sin embargo, lo que más atrae de este lugar son las recolectoras de algas. En Paje sucede un fenómeno único. Todos los días la marea baja durante tres horas hasta que la playa se convierte en kilómetros de arenas blancas. Cientos de mujeres acompañadas por sus hijas, comienzan a recolectar las algas marinas maduras, las cuales serán vendidas a Japón para elaborar cremas faciales. Ellas, con sus vestidos de seda de colores intensos, completan un paisaje surrealista. “Las algas maduras las sacamos de unos palitos clavados en la arena y las guardamos en bolsas de arpillera”, dice una niña mientras sonríe para la foto.

Los folletos turísticos, los comentarios de otros viajeros y las guías de viaje no hacen más que destacar que Nungwi, otra playa cercana, desborda de belleza. Este lugar es un importante centro de construcción de ‘dhows’, donde los pescadores se multiplican por cada rincón de la playa. Es fascinante observar cómo llegan con sus barcos repletos de los más variados pescados, entre ellos el tiburón, el merlín o el ‘king fish’, una especie de pejerrey. En un abrir y cerrar de ojos, arman sus puestos y el mercado se hace presente. Los pescadores ponen precio a su mercadería y la venta comienza, pero en cuestión de minutos sus redes están vacías otra vez.

Durante el viaje me hice amigo del conductor, un pescador con trayectoria que además, tiene una pequeña empresa en el mercado local. Con él combino para ir a pescar en uno de sus ‘dhows’. ¿Por qué no jugar a ser pescador en África? Al fin y al cabo, de eso se tratan los viajes, de buscar aventuras nuevas.

Algunas nubes que decoran el cielo parecen tener piedad de los que no estamos acostumbrados a tanto calor y nos protegen de los rayos solares. Temprano, me uno al grupo al día siguiente. Junto a él viajan tres adolescentes con músculos tan fuertes como la madera misma donde estamos navegando. El agua salada salpica por todos lados. Levantamos la vela y, después de varias horas de intensa actividad, regresamos a la costa. Con ellos aprendo a cargar el pescado, limpiarlo y luego soy testigo de la compra y venta en el mercado.

Desde Nungwi, algunos prefieren alquilar un pequeño barco y navegar hasta la cercana isla de Pemba. Sin embargo, para mi es hora de dejar las aguas de este océano y regresar al continente.

 

De la ciudad a las montañas

Piso tierra firme y vuelvo a Dar es Salaam, que en árabe significa “Remanso de Paz”. Atrás quedaron los días de tranquilidad en la que vivía esta aldea de pescadores, hace un tiempo convertida en la ciudad más grande del país.

Después de caminar por el puerto, alquilo una bicicleta para visitar algunos puntos que quedaron pendientes durante mi primera llegada días atrás. Subo a la torre del reloj, visito el Museo Nacional, el Jardín Botánico y me pierdo por el Mercado Hindú. Un hombre de barba espesa y piel oscura hace señas para que me acerque. Me siento junto a él y a sus dos compañeros, que con gran habilidad manejan una antigua máquina de coser. Sus arrugadas manos denotan una gran experiencia en el tema. Uno de ellos se levanta, toma mis medidas y se pone a trabajar en silencio. En menos de una hora, tengo una impecable camisa blanca, ideal para usar en estas tierras calurosas. Le pago un par de chelines y continúo la recorrida con mi camisa nueva.

La idea de dejar la ciudad y viajar hacia el norte, a Lushoto en las montañas Usumbara, suena muy tentador. Me separan de allí 450 kilómetros, trayecto que se hace en dos buses.

Lushoto es un atractivo pueblo ubicado en un valle de 1200 metros. La mayoría de los viajeros lo usan como centro para escalar los alrededores de las colinas. Durante la era colonial germana, este lugar fue el centro preferido de vacaciones para los administradores, hasta tal punto que casi llegó a ser la capital del país.

Una de las caminatas más populares consiste en ir hasta el mirador Irente. Llegar hasta allí demanda unas tres horas, y el esfuerzo realizado durante todo el recorrido es compensado por una vista increíble. Ya sea en Potrero de Funes, en la provincia argentina de San Luis, en Quilotoa, Ecuador, o en este mirador africano, el placer de sentarse a descansar y observar a lo lejos la inmensidad de un lugar nuevo, reconforta. Disfruto de mi recompensa mientras me alegro de haber disfrutado, de haber comido y de haber pescado, como un local más.

 

País: Tanzania
Capital: Dodoma
Idioma: Suajili e Inglés
Moneda: Chelín tanzano.
1 USD = 1.725 chelines
Cómo llegar: no hay vuelos directos desde Buenos Aires hasta Tanzania. Una opción es volar por Qatar. También se puede volar por Tam y luego combinar con South African Airways. Ambas empresas hacen escalas en San Pablo, Brasil, antes de llegar al aeropuerto internacional de Dar es Salaam.
VISA: Los ciudadanos argentinos necesitan visa de turismo para ingresar a Tanzania. Se puede tramitar vía online desde www.visados.org. El pasaporte debe tener una vigencia mínima de 6 meses desde la fecha de entrada y dos hojas en blanco.
No dejar de probar: el ugali, un riquísimo plato autóctono del este de África. Hecho de harina de maíz o mandioca, es una masa blanca espesa que suele comerse bañada en salsa de carne o pescado, o bien como complemento de pescados fritos, carne o verduras.
‘Must see’: el mercado de frutas y verduras de Stone Town en Zanzíbar. También recomiendo bucear por las playas del norte del archipiélago y volar en globo atravesando el Cráter del Ngorongoro.
Consejo: llevar el certificado de vacunación contra la fiebre amarilla, repelentes contra los mosquitos y medicamentos contra la malaria.