San Pedro de Atacama es una pequeña ciudad donde las construcciones rústicas y las calles de tierra conviven con hoteles de lujo, restaurantes de autor y un enorme abanico natural para descubrir el altiplano. Cordilleras, géisers, lagunas, ruinas, observatorios, termas y salares conforman una variedad paisajística apabullante, fotogénica y, francamente, imperdible.
Txt: Mariano Mancuso Ph: Unsplash
Desde el avión, incluso antes de poner un pie sobre la región de Atacama, lo que impacta es el vacío y el color. El rojo de una tierra rica en hierro y cobre se esparce hacia todos los rincones. Todo es rojo, salvo ese pedazo de civilización que se asoma en el medio de un desierto imponente. Es un aeropuerto. Es Calama. Es la ciudad minera en la que hay que aterrizar para entender las dimensiones de este monstruo altiplánico. Es la parte que no tiene parques nacionales ni turismo masivo. Es el portal que hay que cruzar. Desde allí hay 106 kilómetros hasta la ciudad que se erige como el centro de todo: San Pedro de Atacama.
A 2400 metros de altura, San Pedro es la base obligada de cualquier viaje para conocer tanto el desierto como el salar, los grandes atractivos de una enorme planicie ubicada a los pies de la cordillera, que se salpica con aguas de deshielo y ofrece algunos paisajes impresionantes. El mundo así lo reconoce: en este pequeño lugar con calles de tierra y espíritu de pueblo, con casas de adobe y edificios bajos de materiales humildes, aparecen turistas de diversas nacionalidades. Franceses, españoles, italianos y estadounidenses recorren el ripio entre los perros sueltos, bajo el sol implacable del día (o el frío seco de la noche, que hace tan difícil elegir qué empacar), en busca de su hotel cinco estrellas. Son fáciles de distinguir porque visten tejidos de llama o alpaca con tonos andinos, combinados con zapatos de alta gama y zapatillas de moda, generando un tipo de cultura muy particular.
El hotel híper lujoso está ahí, por supuesto, aunque resulte difícil imaginarlo. Es más: hay muchos. En las escasas cuadras de San Pedro, se respira turismo. Porque es el corazón de un escenario natural envidiable y la gente elige este punto (acaso no exista otro) para recorrerlo completo. Se multiplican, entonces, los establecimientos exclusivos, con piletas propias, spa y cocina de autor. Hay otros tantos restaurantes para saborear platos autóctonos: cocina regional, comida de todo Chile. Hay cafés de lujo y bares de onda. Hay alojamientos de para mochileros, familias y para exquisitos. Hay mucha, mucha gente, sobre todo cuando se pone el sol.
Y también hay, por supuesto, cómo no, agencias de viajes que ofrecen excursiones a cuanto destino cercano uno pueda imaginarse. No falta variedad en este sentido. Porque dar una vuelta por la pintoresca plaza principal y visitar la iglesia construida en el siglo 17 equivale a haber recorrido la ciudad entera. Lo mejor, entonces, está allá afuera. En la inmensidad desértica que los turistas intentan abordar.
Paisajes de otro mundo
Cerca de la ciudad, todavía queda una alternativa de civilización: visitar las ruinas de la aldea precolombina de Tulor o investigar el Pukará de Quitor, una fortaleza que usaron los aborígenes en el siglo XII para pelear contra Pedro de Valdivia. O quizá disfrutar de las termas naturales que hay en el fantástico escenario montañoso de Puritama.
Pero apenas a unos kilómetros de San Pedro, la naturaleza es la indiscutida reina. Las formaciones rocosas, piedras extrañas moldeadas por el viento y el agua a través de los siglos, la aparición de volcanes cercanos, el marco de los Andes, el silencio solo interrumpido por el viento, la variedad de colores que trae el sol al salir o al ponerse: cada elemento nos hace pensar en un paisaje de otro mundo.
Quizá por eso, y con cierto tino, los lugareños han bautizado como Valle de la Luna y Valle de Marte (también conocido como Valle de la Muerte) a los sitios más accesibles del enorme desierto. Ambos tienen vistas a la Cordillera de la Sal, la cadena montañosa más cercana a la ciudad. Juntos, conforman la excursión de medio día más común y prácticamente obligatoria de todo visitante. El cuadro que ofrece cada atardecer suele incluir a una multitud en busca de una foto que lo inmortalice.
Es el primer paso para entender de qué se trata este viaje. Para apabullarse un poco, ¿ por qué no? Para tomar conciencia de la propia pequeñez. Y para rendirse ante un panorama imponente. Allí, en esas tierras interminables sin intervención humana, se puede optar por cualquier actividad: hacer trekking, andar en bicicleta, manejar con una 4×4 (siempre que no nos importe la posibilidad de quedar atascados en la arena), descender con un ‘sandboard’ a toda velocidad en las dunas o hasta acercarse a los volcanes activos del lugar. Si uno logra despegarse de los tours armados y explora por su cuenta, no hay caminos por seguir y las reglas son pocas. Hay que cuidar el ambiente y cuidarse del calor o de perderse. La libertad de exploración resulta abrumadora.
Humo, sal y agua en el desierto
Hacia el norte aparece la joya de la corona: los géisers de El Tatio, una excursión que implica subir en el día hasta los 4300 metros de altura. El efecto de esa altitud puede generar malestar físico, y es notoria la cantidad de valientes que terminan intentando tomar aire (o recordando el desayuno) dentro del bus que los llevó hasta allí. Sin embargo, el riesgo del mareo vale la pena: el campo de 64 géisers es el espacio más surreal y más inolvidable del viaje. Toda la experiencia es insólita, comenzando con los micros que pasan a buscar a los turistas por cada hotel a las 4 de la mañana. Incluso en verano, todavía es de noche, y en el pueblo se ven oleadas de gente semidormida y abrigada hasta el tuétano, esperando el transporte hacia la aventura. La idea es llegar antes de las 6, el horario ideal para ver de la mejor manera el humo del azufre y la tremenda actividad subterránea de un campo acuático de alta temperatura. El viaje es una subida montañosa abrupta de casi 2 mil metros en apenas 90 minutos. Sin embargo, el resultado final, entre volcanes y aguas hirvientes que burbujean en el suelo, es espectacular: uno podría jurar que lo han llevado a otro planeta. Como premio, la vuelta incluye una parada en el pueblo de Machuca, el lugar idóneo para probar la tradicional empanada de queso de cabra.
Otro destino sobrecogedor que vale la pena visitar es el salar de Atacama. El reservorio salino más grande de Chile deslumbra por su extensión y por el cambio de tono. Ahora el entorno no es rojo, es blanco, y está salpicado por lagunas pequeñas y grandes, turquesas o de un azul intenso. Las lagunas altiplánicas de Miñiques y Miscanti desafían la noción de lo que es realmente un desierto. Enormes concentraciones de agua de deshielo entregan un color profundo que contrasta con la sequedad general. La sensación es más intensa aún en Laguna Chaxa, donde los flamencos van a reproducirse año a año. Allí el agua genera pequeños oasis donde se pueden encontrar animales y aves. Toda idea de estar en medio de la aridez extrema se desvanece.
También dentro el salar es posible zambullirse en la Laguna Cejar, que cuenta con una concentración de sal tan grande que resulta, prácticamente, imposible hundirse. Los bañistas se divierten con la curiosidad y comparan la experiencia con la del Mar Muerto. El paseo -a media hora de San Pedro- suele terminar con un trago: un pisco sour ofrecido por los operadores turísticos para mirar allí mismo el atardecer.
Es la experiencia perfecta para resumir la idiosincrasia en esta parte de la Puna: naturaleza, aventura, relax, un poco de lujo agregado y el cuadro de fondo inigualable que
VIAJE A LAS ESTRELLAS
La región de Atacama es mundialmente conocida como uno de los mejores lugares para mirar el cielo nocturno. La aridez extrema, la sequedad del aire, las pocas precipitaciones, la marcada altitud y escasa cantidad de luces artificiales permiten contemplar las estrellas como en pocos rincones del planeta. Los locales se jactan de tener la ventana al cielo estrellado más nítido del mundo.
Levantar la vista resulta suficiente para darles la razón. Incluso dentro del pequeño pueblo de San Pedro es notoria la diferencia con grandes ciudades como Buenos Aires. Pero vale la pena aprovechar alguna de las numerosas excursiones a zonas más alejadas, adentrándose en el desierto, donde el espectáculo de luces es impresionante. La experiencia suele durar unas dos horas e incluye traslados, una manta y una copa de vino o una bebida caliente para disfrutar mientras observamos con un telescopio un infinito de estrellas, constelaciones y nebulosas. Quizás, el único punto negativo sea la verborragia de los guías que recorren la historia del universo e intentan convencer a los turistas de que están siendo parte de una experiencia mística. El costo suele oscilar entre 40 y 50 dólares.
Estas excelentes características para la actividad astronómica llevaron a diversos observatorios a instalarse en este lugar. Desde 2013, funciona a solo 50 kilómetros de San Pedro, el proyecto astronómico más grande del mundo. Se trata de ALMA, un complejo de investigación internacional que costó 1000 millones de euros. El lugar, ubicado a 5000 metros de altitud, puede recorrerse los sábados y domingos por la mañana. Es obligatorio reservar y conviene hacerlo antes de viajar porque resulta muy solicitado.regala el ocaso en un desierto de sal y roca.
Cómo llegar
En avión, desde Santiago de Chile a Calama. Luego, 80 minutos a través de la asfaltada Ruta 23 hasta San Pedro. También se puede llegar en auto desde Jujuy o Salta: son 500 kilómetros de un largo camino de montaña.
Moneda
Peso chileno (1 dólar=700 pesos chilenos).
Cuándo viajar
Aunque hay turistas todo el año, por el calor extremo conviene evitar el verano.
Dónde dormir
Hay infinidad de opciones para todos los gustos y bolsillos, pero vale la pena hacer la experiencia de lujo en el lodge Explora Atacama o el exclusivísimo Alto Atacama, un poco más alejado de la ciudad. Ambos son all-inclusive con spa y observatorio propio, e incluyen traslados y excursiones.
explora.com/atacama-hotel
hotelaltoatacama.redhotelera.cl
Qué comer
El plato típico es la patasca, un guiso con maíz y carne de vaca, cerdo y cordero que se usa de manera ceremonial. Es sabroso e ideal para combatir el frío nocturno. También se comen anticuchos de llama, pastel de choclo y empanadas de queso de cabra. Muy recomendable el restaurante regional La Casona, sobre calle Caracoles.
Consejo
Que nunca falten agua, gorro, anteojos de sol y protector solar.