Una pequeña isla cubierta por glaciares, con la mayor concentración de volcanes activos del planeta y 24 horas de luz durante el verano. Su encanto pueblerino y sus imponentes paisajes la transforman en un destino codiciado que no decepciona. Cascadas, playas de arena negra, aguas termales, ballenas, fiordos, ‘icebergs’ y una capital vibrante reciben al osado que se anime a recorrerla.
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¿Por qué alguien querría viajar a un lugar que tiene el 10 por ciento de su superficie cubierta de hielo, 30 volcanes activos, una única ciudad con más de 20 mil habitantes y precios que hacen parecer a Londres un lugar barato? Sencillamente, porque es un destino apasionante, ecléctico, gentil para el viajero y con escenarios que varían de manera drástica en muy poca distancia.
Porque ir a Islandia es como hacer muchos viajes en uno: hacia los glaciares, los valles de lava, los fiordos, las omnipresentes cascadas, la vida silvestre -ballenas, focas, caballos y aves para todos los gustos-, la luz permanente del verano y las auroras boreales en invierno. Y también hacia el misterio, ¿por qué no? Hacia los elfos y duendes que se esconden allí, según la afirmación -seriamente sostenida- de los crédulos locales.
Dos maneras de viajar
Hay dos opciones a la hora de planear un viaje por Islandia. La primera es usar como base su capital, la coqueta Reykjavík, y recorrer las atracciones más cercanas. Para ello alcanzaría una semana. La segunda es girar alrededor de la isla a través de su carretera principal, la ruta nacional número 1, conocida como “Ring Road”. Este camino en anillo, de unos 1900 kilómetros, da la vuelta a -prácticamente- todo el país.
En cualquier caso, incluso si uno se queda en Reykjavík, conviene contar con un auto propio, para explorar a gusto las cercanías y no depender del ritmo que imponen los ‘tours’. Los aventureros que elijan ir más allá deberían considerar una 4×4, ya que hay varios caminos habilitados solamente para este tipo de vehículos, especialmente durante los crudos inviernos.
Las rutas suelen ser buenas: casi siempre asfaltadas, de un solo carril y muy panorámicas; rodeadas de lupinos, la flor violeta que aparece de a millares, con ovejas y patos que las cruzan sin previo aviso. Las montañas y el mar son el escenario permanente de un camino que a veces acompaña la costa, otras se asoma a un acantilado de altura variable y hasta pasa por lagos entre cumbres nevadas. Manejar en Islandia resulta cualquier cosa menos aburrido.
Si uno elige hacer base en Reykjavík, no le hará falta mucho tiempo para explorar la ciudad. Durante el día se puede recorrer la calle principal, descubrir sus museos, pasear por el pequeño lago Reykjavíkurtjörn -cercano al diminuto centro histórico- o caminar por el pintoresco puerto, con su futurista centro cultural: el impactante Harpa. La atracción estrella es Hallgrímskirkja, la enorme catedral protestante de piedra basáltica en un país luterano cada vez más laico.
La capital es el sitio ideal para descansar tras las excursiones y espiar la movida nocturna. La noche –que en verano es una noción difusa- se estira hasta bien entrada la madrugada, con cervecerías abiertas y restaurantes con horarios aptos para un argentino. El espíritu festivo se respira en las calles de este país que recibe, anualmente, a siete turistas por habitante.
El círculo dorado
La primera parada obligada es el llamado “Golden Circle”, el círculo de oro del turismo local, conformado por el Parque Nacional de Thingvellir, Geysir y la cascada de Gullfoss.
A solo 40 minutos de la capital, Thingvellir es el sitio donde se unen las placas tectónicas de América y de Europa, que se separan unos milímetros todos los años. Una caminata entre acantilados bastará para notar la separación de las masas continentales. En ese mismo parque está la Lögberg, la “piedra de la ley” donde se conformó la asamblea constitucional más antigua del mundo. Allí, por ejemplo, se decidió que el país de tradición vikinga y adorador de dioses como Thor y Odinn pasara a ser una nación cristiana.
Por su parte, Geysir, situado a unos 60 kilómetros más, es un pequeño complejo que da nombre a todos los géisers del resto del mundo. Cualquier cráter que lance agua hacia arriba se llama así en honor a este lugar, que incluye el más confiable en su tipo: Strokkur, el géiser que entra en acción cada seis minutos.
El circuito dorado se cierra con Gullfoss, una doble cascada de inmensa fuerza y belleza, a diez minutos en auto de Geysir. Toda la excursión toma solo medio día.
Cerca de la capital
Hacia el norte de Reykjavík aparece el Borgarfjördur, también conocido como el valle de los cuentos de hadas. Aquí se levanta el primero de los numerosos glaciares visitables: el Langjökull, dentro del cual se construyó una cueva de 500 metros para el turismo. También hay motos de nieve en alquiler para pasear por el hielo; y hay que descubrir la cueva volcánica subterránea en Vidgelmir, donde la temperatura llega a los cero grados, incluso en verano. Deildartunguhver es otro de los puntos a agendar en el GPS, granja de aguas humeantes que levantan su temperatura a 97 grados. De camino, no hay que dejar de parar en Hraunfossar y Bjarnarfoss, dos cascadas tan disímiles como espectaculares.
La península de Snaefellsnes, al noroeste de la capital, también se puede recorrer en un -largo- día. Se trata de otro parque nacional que cuenta con su propio glaciar: el Snaefellsjökull, donde el escritor Julio Verne situó el arranque de su “Viaje al centro de la Tierra”. En una sola jornada es posible ver focas descansando en las rocas de la playa de Ytri Tunga, contemplar los restos de un naufragio en Dritvik y completar la bella caminata por acantilados entre los pueblos pesqueros de Arnarstapi y Hellar.
Si tras esta expedición se busca algo de civilización para comer y recargar energías, es aconsejable parar en Borgarnes y Stykkishólmur, lo más parecido a una ciudad por estos pagos, con puertos, vista al mar y restaurantes donde abunda -como en toda Islandia- la oferta de pescado y cordero en todas sus formas, pero especialmente en una: la sopa. Si quieren ver las luces de la aurora boreal, esta es la zona ideal para buscarlas, entre octubre y febrero.
Playas negras, ‘icebergs’ azules
El sur de Islandia ostenta las atracciones más visitadas. Si tuvieran un solo día para conocer la isla, este es el recorrido que deberían hacer. Y si fuera un solo lugar, la elección sería Jökulsárlón, una increíble laguna en la que flotan enormes y azules icebergs que se desprenden de una de las muchas lenguas de hielo del Vatnajökull, el glaciar más grande de Europa. A pocos metros, cruzando la ruta, los trozos de hielo terminan en la Diamond Beach, donde las olas rompen en los témpanos.
Skaftafell, parte del mismo Parque Nacional que protege a Jökulsárlón, es un paraíso para los amantes del trekking y del ciclismo. Sus más destacados senderos, no muy exigentes para los menos deportistas, llegan hasta otra lengua del glaciar -incluso se puede caminar por encima del mismo- y hasta la imponente cascada de Svartifoss. Toda la costa está salpicada por lagunas y paredes de hielo fácilmente accesibles desde la ruta.
Pero son sus surrealistas playas negras de arena volcánica las que verdaderamente destacan a esta región. El mejor lugar para detenerse y pisarlas es el pintoresco pueblo de Vík. La otra “gran ciudad” de la zona es Höfn. Su pequeño puerto, al este de la laguna del glaciar, es una famosa atracción gastronómica por sus deliciosos langostinos gigantes.
También vale la pena hacer una breve parada a los pies del volcán impronunciable: Eyjafjallajökull. En 2010, su erupción generó una nube de cenizas que suspendió todos los vuelos en Europa por más de un mes.
Camino a lo desconocido
Fuera de los circuitos habituales, por distancia y por la dificultad de sus caminos, aguarda el majestuoso norte de Islandia. El rey en ese norte es Akureyri, la segunda ciudad más grande del país, con apenas 17 mil habitantes. Es un centro urbano colorido, con buenos bares, cafés y algunos de los mejores restaurantes de la isla, un bello jardín botánico, su museo de arte moderno estilo Bauhaus, una imponente iglesia racionalista de los años 40 y una vista inigualable del fiordo Eyjafjördur. Es un gran centro de esquí en invierno y de relax en verano.
Muchos parten de aquí hacia Húsavík para ver a la ballena más grande del mundo, la ballena azul, y a las otras diez especies que pasan el verano en estas aguas árticas.
Hacia las tierras altas, en el centro de la isla, está el lago volcánico de Myvath y los múltiples encantos que lo rodean: granjas y cabañas de estilo suizo, asediadas por charcos de barro burbujeantes, suelos calientes manchados de azufre y cráteres que completan el paisaje marciano. Cerca de allí, hay que descubrir dos de las más hermosas cascadas que tiene el país: la fotogénica Godafoss y la potente Dettifoss.
Al oeste de Akureyri se extiende unas de las joyas ocultas de Islandia: la península de Tröllaskagi con sus fiordos y paisajes para el recuerdo. Siglufjördur, un pueblo pesquero escondido del tiempo entre dos enormes montañas, es un lugar para enamorarse. Hace menos de una década que un moderno túnel conecta ese lugar con otros pueblitos de fiordos: Ólafsfjördur y Dalvík, y los hacen menos inaccesibles.
Si se ansían paisajes de mar y montaña hay que seguir hacia el este, la zona menos turística y más tradicional del país. Si se busca la verdadera esencia rural islandesa, se encontrará en el pueblo de Seydisfjördur y en Borgarfjördur Eystri, el lugar de la montaña sagrada de los elfos. Resulta que los gnomos, elfos y hadas son muy recurrentes en el folclore islandés. Los locales tienen cientos de historias sobre ellos bajo la manga, e incluso algunas construcciones han sido modificadas para prevenir daños en lo que se consideran sus hogares. Además acá existe una de las más importantes colonias de frailecillos (una especie de simpático pingüino volador que los locales llaman Puffin).
El camino de riscos hacia ambos lugares puede ser atemorizante pero, sin dudas, vale la pena hacerlo. Allí están los más impactantes fiordos del oeste. Para poder visitarlos habría que ampliar el viaje a cuatro o cinco días más. De todos modos, el tiempo nunca parece suficiente en Islandia. Una pequeña isla plagada de maravillas a la que, pese a la distancia, no solamente vale la pena ir, sino también volver.