La ciudad más poblada de China expresa la convergencia entre el desarrollo económico del gigante asiático y las viejas tradiciones que se resisten a desaparecer.
Txt y Ph: Leandro Cócolo
Un obrero reposa sobre una excavadora que prepara los cimientos para un nuevo edificio, sin dudas uno de los grandes. A pocos metros, otro hombre vende gallinas que picotean granos de maíz debajo de unos canastos de mimbre. En el horizonte, como un telón de fondo, asoman rascacielos que se esfuman en el cielo gris plomizo. Shanghai tiene la belleza de una ciudad que se transforma constantemente, donde las tradiciones chinas entran en contacto con las “nuevas” prácticas capitalistas.
Caminar por el Barrio Antiguo o por las tiendas de lujo del Bund, tomar un descanso en el jardín Yuyuan, disfrutar del skyline de Pudong o ingresar en alguno de los templos esparcidos por la ciudad son parte de las actividades obligadas que propone este gigante de cemento con más de 20 millones de habitantes. Sin tantos monumentos para visitar como Beijing, es cierto, pero con una experiencia nueva en cada rincón, Shanghai es mucho más un lugar “para sentir” que “para ver”.
Ubicada en la costa este de China, “por encima del mar” (ese es el significado de Shang-hai), su posición estratégica explica, en gran parte, su prosperidad económica: se fortaleció durante décadas como el principal puerto del país y fue convirtiéndose en uno de los centros económicos, financieros y de transportes asiáticos. Además, desarrolla una personalidad cultural propia, donde se entrelazan elementos de todas las regiones. Es donde convive Oriente y Occidente.
La resistencia de lo tradicional
Nanshi, el Barrio Antiguo, es uno de los últimos reductos donde la vida tradicional hace frente al paso de las excavadoras. La arteria principal de la zona, la Old Street, está repleta de negocios de baratijas, joyerías y casas de antigüedades. Como el regateo también es un arte por estas latitudes, los compradores tendrán que hacerse de paciencia y tener en cuenta que la mayoría de las cosas no valen más de un tercio de lo que piden por ellas.
Estatuillas de Mao, gatos de la fortuna, medallas y monedas, telas, juegos de té y palitos para la comida son algunos de los souvenirs que están en exposición. Detrás de ellos aguardan los vendedores, ayudados por algunas palabras en inglés y una calculadora de las viejas, que se las ingenian para pelear los precios con los turistas.
De la Old Street se desprenden callejuelas donde el tiempo parece haberse detenido hace medio siglo: los hombres pasan el rato jugando a los naipes o al ‘mahjong’ (un juego de mesa en el que suele haber apuestas), las ropas recién lavadas se secan en las veredas y los mercados tienen productos para la vida diaria de los locales: verduras, gallinas, trozos de carne en bandejas, patos… también hay animales que pueden causar rechazo a los occidentales, pero que para los chinos son un ingrediente más, como por ejemplo los sapos y palomas. En muchos casos, el vendedor ofrece la posibilidad de elegir la “comida” de una pecera o una jaula y llevarla viva o muerta.
Pero Nanshi, el Barrio Antiguo, también es el lugar ideal para degustar una sopa o una comida tradicional, como el ‘dim sum’ (bocadillos de masa hervidos y rellenos) o un plato de cangrejo, siempre acompañado por té.
A pocos minutos de este bullicioso centro turístico se encuentran el parque Gucheng y el jardín Yuyuan. El primero contrasta justamente por su serenidad, como si perteneciera a otra ciudad y no al macizo de cemento que la rodea y amenaza con devorarlo. Todo allí ocurre a otra velocidad, como si la gente caminara más lento y hablara más despacio. Es un lugar de encuentro y de recreación para los chinos de todas las generaciones, con juegos de mesa, bailes y dibujos en el piso.
El jardín Yuyuan, en tanto, es uno de las visitas obligadas de Shanghai. Declarado patrimonio nacional en 1982, fue construido en el siglo XVI, durante la dinastía Ming, por un funcionario del gobierno que quería un lugar de tranquilidad para sus padres, demasiado viejos para viajar hasta la capital y conocer los jardines que había allí. Por este motivo, además, lo diseñó siguiendo el mismo estilo tradicional, con estanques, esculturas, pasillos y pabellones.
Los templos de Shanghai también son lugares que aparentemente responden a la dinámica de “lo viejo”, aunque paradójicamente la religión sea algo que fue resurgiendo en las últimas décadas, con la relajación de los controles del Partido Comunista.
El Templo Jing´an, el de los Dioses de la Ciudad y el de los Budas de Jade son los tres más importantes de Shanghai, y en ellos se destaca -especialmente en el primero- su vitalidad y energía, con los fieles quemando inciensos de tres en tres y arrojando monedas a una torre: según la creencia, para que el deseo se cumpla la moneda tiene que entrar por alguna de las pequeñas ranuras.
Las excavadoras abren paso a lo nuevo
Sobre la costa occidental del río Huangpu se despliega el malecón del Bund, barrio que es al mismo tiempo reflejo del pasado colonial y del presente de la China rendida al mundo capitalista.
Británicos, norteamericanos y franceses fueron los dueños de esta zona durante el siglo que corrió entre la Guerra del Opio y la Segunda Guerra Mundial. Por eso, la arquitectura -especialmente la francesa- abunda en esta parte de la ciudad, a pesar de que los chinos recuperaron el área después de la Segunda Guerra Mundial.
Nanjing Road, la arteria principal que se desprende del Bund, es una pasarela de tiendas de marcas de lujo como Gucci o Prada, concesionarias Ferrari y Maserati para los “nuevos millonarios” (que abundan en China) y restaurantes exclusivos.
Cuando el sol cae detrás de los rascacielos, el barrio se inunda de jóvenes -y no tanto- que salen a disfrutar de la animada vida nocturna de Shanghai, con bares y boliches para todos los gustos. Casi todos los caminos conducen al karaoke, un clásico que se repite en muchos países de Asia; otros, a bares oscuros donde se juega a los dados, los hombres fuman un cigarrillo detrás de otro y apuestan sus tragos de cerveza o bebidas blancas.
Otra de las muestras de la prosperidad de Shanghai son los medios de transporte públicos: por ejemplo, la manera más rápida de llegar desde el aeropuerto Pudong a la ciudad es el Maglev, el primer tren de alta velocidad con levitación magnética del mundo, capaz de superar los 430 kilómetros por hora y completar su recorrido en apenas siete minutos. Luego, el subte: doce líneas que conectan casi todos los rincones de la ciudad y que podrían ser la envidia de cualquiera de las capitales europeas.
De nuevo en el Bund, otra de sus principales atracciones es la vista que ofrece el malecón: el Pudong Skyline. ¿Quién no quiere una foto con las luces de los rascacielos de fondo?
Pudong, el distrito financiero, se encuentra al otro lado del río Huangpu, y cuando la polución lo permite pueden verse con claridad los gigantes de amianto y vidrio, que son el principal emblema del progreso económico de las últimas dos décadas. También existe la posibilidad de ubicarse en el otro lado: la torre Shanghai World Financial Center, por ejemplo, que tiene un diseño retorcido como un tirabuzón, permite escalar hasta los 492 metros, lo que la convierte en la plataforma de observación más alta del mundo. A su vez están la Torre Perla de Oriente -que además funciona como una antena de telecomunicaciones- y la Jin Mao.
Pero más allá de las luces de los rascacielos o las edificaciones tradicionales, de la comida callejera o de los restaurantes de lujo, el principal atractivo de Shanghai es la intersección entre todas estas cosas en un mismo lugar, de lo viejo y de lo nuevo, de Oriente y de Occidente, y de todas las expresiones culturales que puedan surgir como resultado de estas tensiones permanentes.