Mística, intensa y desmesurada, la ciudad de Varanasi despierta los sentidos del viajero, con los crematorios del Ganges y las ceremonias del Templo Dorado, en una caminata a través del tiempo por sus callecitas repletas de colores y aromas.
Txt y Ph: Leandro Cocolo
La ciudad más sagrada entre las siete que tiene el hinduismo, la más salvaje entre las múltiples urbes que la rodean y uno de los sitios continuamente habitados más antiguos del mundo; así se presenta Varanasi ante los ojos de los desconocidos. Esta descripción puede sonar un poco pretenciosa, pero todas las expectativas se cumplen una vez que se pone un pie sobre sus ‘galis’, esos estrechos pasadizos que conducen a todos y a ningún lado al mismo tiempo.
Vacas y perros, monos, cabras y ratas, sus desechos y sus restos de comida se entremezclan en los pasillos con jóvenes buscavidas, vendedores ambulantes de todo tipo -hasta de drogas-, motociclistas y ancianos moribundos. Todos juntos a los abrazos y los empujones, en una especie de caótica armonía, dando vida a un ecosistema no apto para impresionables: India en su estado más puro.
En Varanasi gobierna el desorden, así que la mejor alternativa para no perder el juicio es sumarse a esa anarquía que, sin embargo, encuentra su propio punto de equilibrio. Por si todavía no quedó claro, esta joya ubicada en la región norteña de Uttar Pradesh, al este de Nueva Delhi y al sur de los Himalayas, es un destino exclusivo para viajeros en busca de aventuras; prohibido para aquellos que sueñan con paisajes idílicos o con conseguir paz a orillas del mar.
Ritos y funerales a orillas del Ganges
Según la tradición, todo hombre debe visitar Varanasi al menos una vez en la vida, creando una especie de La Meca hindú, con los ‘galis’ atestados de fieles y peregrinos. Pero además hay un ingrediente extra: los que mueren allí y luego son cremados a orillas del Ganges quedan liberados del ciclo de reencarnaciones. La ciudad se convierte así en una morgue a cielo abierto, algo que puede sonar tétrico para la cultura occidental, pero que está despojado de cualquier carga negativa ante los ojos de los indios.
Los ‘ghats’, esos muelles de cemento que se levantan sobre la costa oeste del río, son dotados de funciones específicas. El de los funerales -el principal, pero no el único con este objetivo- es el Manikarnika: todos los días, a cualquier hora, entre las pilas de madera y los animales en busca de comida, se levantan cuatro, cinco o hasta seis piras simultáneas.
La ceremonia está a la vista de cualquier curioso, pero la prohibición al uso de cámaras fotográficas es estricta. El ritual se inicia con la limpieza del cuerpo en las aguas sagradas del Ganges; luego comienza la cremación, que muchas veces no llega a completarse porque los familiares del muerto no tienen dinero suficiente para pagar la leña. En estos casos, los cadáveres son lanzados al río a medio quemar. Por este motivo, pero sobre todo porque las mujeres embarazadas, los niños y los santos son arrojados sin más, envueltos en telas y atados con piedras, es que pueden aparecer restos humanos sobre las orillas.
A pocos de metros de distancia, donde el aire sigue espeso, grupos de jóvenes improvisan un partido de cricket, algunas mujeres lavan ropa que luego secan en las escaleras y otros tantos hombres se recortan el pelo antes de darse un baño sagrado. Después del atardecer, todos ellos asisten al Dashashwamedh Gath, donde cada día se celebra el Ganga Aarti, una misa de fuegos, campanas e incienso, que es el principal atractivo para los turistas que llegan desde otros puntos de la India, casi siempre bien peinados y vestidos de gala, listos para una foto familiar.
La devoción por el Ganges se explica a partir de su origen. Según la mitología hindú fue Brahma, el dios creador, quien dio vida al río alimentándolo del sudor de los pies de Vishnú, aunque en ese entonces el agua solo corría por los cielos. Shiva, el dios destructor, fue el encargado de bajarlo a la tierra deslizándolo por su larga cabellera, purificándolo y saciando las necesidades de los hombres.
Varanasi, la ciudad de los templos
Templos monumentales, templos chicos, fotos, estatuillas… hacer una caminata por la India supone cruzarse con todo tipo de sitios sacrosantos, algo que se potencia en las callecitas de Varanasi. Es todo tan desordenado, tan caótico, que resulta imposible enumerar los lugares sagrados. Quizás sean miles, si se tienen en cuenta los pequeños altares levantados a un lado y al otro de los ‘galis’, en las escalinatas de los ‘ghats’, incluso en las entradas de las casas.
Varanasi fue “hecha” por los dioses y ahora sirve como santuario para venerarlos. Ganesha, Vishnú, Shiva y Ganga dominan la escena en una ciudad que también tiene relevancia para el jainismo, el budismo y que, además, suma unas cuantas mezquitas construidas en los Siglos XVI y XVII, bajo dominio musulmán.
El más importante de todos los templos hinduistas es el Kashi Viswanath o Templo Dorado. Entrar allí puede resultar una odisea para cualquier “no hindú”, que depende de la buena voluntad de los agentes de seguridad, generalmente reacios a contaminar un lugar sagrado con la presencia de extranjeros. Una vez adentro, no impactan los grandes muros, ni las esculturas, ni siquiera la cúpula de oro. El gran atractivo son los rituales que desarrollan los fieles, amontonados unos con otros, llenos de ofrendas florales o alimentos, a los gritos o en estado de trance.
El Kashi Viswanath, a diferencia de la mayoría de sitios religiosos en otras partes del mundo, rebosa de vida. Aquí es donde probablemente radique su verdadero encanto -y el de toda la ciudad de Varanasi-: la paradójica convivencia entre la vida y la muerte.
‘Galis’ de la ciudad antigua
La mejor manera de conocer Varanasi es perdiéndose por las callecitas laberínticas de la ciudad antigua. Por fuera de los puntos típicos para el turismo -el Dashashwamedh y el Manikarnika Ghat, el Templo Dorado, la mezquita Gyanvapi- la atmósfera de los ‘galis’ suele ser un atractivo en sí mismo, con imágenes salidas de un cuento: tiendas de artesanías que invaden los pasillos, puestos de comida callejera y panaderías con pasteles inverosímiles que llenan las calles de aromas y colores.
Además, la ciudad cuenta con uno de los centros de manufacturación de telas más importantes de la India. Los ‘sarees’, tradicional vestimenta de una sola pieza que utilizan las mujeres, cuelgan de ventanas y percheros. Encontrarles el precio es otro asunto: en la mayoría de los locales el importe de las mercancías es negociable, y lo que arranca con un valor de 100 rupias puede terminar saliendo menos de la mitad, siempre y cuando el comprador esté afinado en el arte del regateo.
Las opciones de hospedaje pueden variar desde una humilde piecita de ‘guest house’, con una cama, un ventilador y una repisa, hasta una habitación pomposa de cadena hotelera que choca con la simpleza propia de Varanasi.
La misma fórmula puede aplicarse a la gastronomía: los hoteles lujosos de la zona de Cantonment ofrecen platos más sofisticados, aunque posiblemente menos sabrosos que los que pueden conseguirse en los ‘galis’: una porción de curry vegetariano, biryani o pollo tandoori bien sazonada, en buena compañía de indios siempre dispuestos a la charla, permite adentrarse un poco más en la fascinante cultura de Varanasi.