Partimos desde su capital, en un viaje hacia el horizonte entre campos verdes, leyendas y cerveza. Un país de gente alegre que siempre tiene buena cara, incluso cuando hay mal tiempo.
Txt y Ph: María Clara Mayer
Lo primero que se viene a la mente cuando uno piensa en Irlanda, es el color verde, la cerveza Guinness y los tréboles. Y a decir verdad, este país es eso, pero mucho más también. Su capital Dublín es la ciudad más grande y poblada, aunque no lo parece. Comparada a la gran metrópolis que es Buenos Aires, impresiona las pocas personas que se ven por las calles, lo bajos que son los edificios y lo fácil que es recorrerla.
Sin saber cómo, llego a una larga avenida llamada O’Connell Street, paso los grandes negocios, los restaurantes de comidas rápidas y me adentro en la capital. El primer monumento que me llama la atención es un enorme mástil conocido como la lanza de Dublin, la obra de arte pública más alta del mundo. Esta me servirá como punto de ubicación para el resto de los días, gracias a sus 121 metros de altura y a que de noche se ilumina bien.
Para empezar el día como un local, tomo un café irlandés en uno de los bares (café, whisky, azúcar y crema). Me desvío por uno de los costados de la enorme arteria y el camino me muestra un paisaje cotidiano en la capital: mujeres llevando a sus hijos al colegio, museos, galerías de arte y muchas iglesias.
Más tarde, hablando con mi amigo Cathal Lyons, me enteraré porque hay tantas. Los irlandeses son muy creyentes. El 82% de la población es cristiana y en su mayoría Católicos Romanos. Según una encuesta de la Universidad de Georgetown, Irlanda tiene una de las tasas de asistencia regular a misa más altas del mundo occidental. “La religión está muy arraigada en nuestra identidad como país. Por ejemplo, el típico símbolo del trébol irlandés, se debe a que fue utilizado por San Patricio para explicarle a los druidas cómo funciona la trinidad”, explica Lyons.
Retomo el camino por O´Connell hasta llegar al río Liffey, que divide la ciudad en dos. La vista por la tarde no podría ser mejor, un cielo naranja fosforescente pinta el cielo, mientras las luces de los bares a orillas del río se van encendiendo y anunciando la razón por la cual Dublin es considerada una de las mejores ciudades para salir: miles de bares con la mejor cerveza.
Pero antes de adentrarnos en el mundo etílico, hay que cruzar otro hito de la capital, el puente Ha’ Penny, uno de los puentes de hierro más antiguos de Europa. Durante más de 100 años los peatones tuvieron que pagar medio céntimo (Half Penny) para atravesar sus 43 metros; hecho que le dio nombre al puente. Es imposible no visitarlo mientras se está en Dublín, ya que se encuentra en la entrada del barrio más famoso de la ciudad: Temple Bar.
Una noche en Dublín
Una zona que exuda arte por todos sus rincones. Importantes museos, galerías, artistas callejeros, músicos y sobre todo, muchos bares en el emblemático barrio de Temple Bar. Las opciones son tantas que es muy difícil elegir; noto que las calles más populares son Leeson Street, Harcourt Street, South William Street y Camden Street. Paseando por ahí, me llama la atención un letrero que dice: Empanadas Argentinas. Pienso: Acá me van a saber guiar.
Entro al pequeño local ubicado en una calle cortada y veo en las góndolas, yerba mate, duce de leche, alfajores Havanna y por supuesto, empanadas. Me atiende Pablo, un joven de veintitantos años con acento cordobés, que me cuenta que hace 3 años llegó al país a trabajar gracias al convenio entre Argentina e Irlanda, y nunca más se fue. Me dice que la gente lo recibió muy bien, que son todos muy amigables y que la calidad de vida es excelente.
Después de probar un pedacito de Argentina, en forma de empanada, me dirijo a Temple Bar Pub, la recomendación de Pablo. Me encuentro frente a un gran bar rojo en una esquina, repleto de gente. Una vez dentro veo una imagen que se repetirá en varias ocasiones durante mi estadía en Irlanda: gente parada en grupos, sentada en sillas o en la barra, gritando, riendo y cantando las canciones que una banda, lejos en un rincón toca sin cesar. Guitarras, flautas y violines resuenan por todos lados, sin mucho orden ni organización, pero con mucha pasión. “La gente llega con su instrumento y se pone a tocar. Nunca sabes quién va a aparecer, ni cuánto va a durar. Cualquiera se puede sumar y siempre será bienvenido”, explica Padraic Mac Giolla Bhride de 29 años.
La música es otra de las piedras fundamentales en la cultura del país, no por nada uno de los símbolos patrios más antiguos es un arpa. Esta aparece en las monedas, la bandera presidencial y la aerolínea Ryanair. Pocas personas saben que en realidad, el arpa original es la que aparece en el logo de la cerveza Guinness, que fue registrada en el año 1876. El gobierno decidió tomarla en 1922 como símbolo patrio, pero debido a problemas legales tuvo que invertirla.
“No sos irlandés si no tomas cerveza, hablas ‘irish’ o tocas un instrumento”, opina Mac Giolla Bhríde. Tanto es así, que una de las calles más visitadas y divertidas en Dublín es Grafton Street. Cientos de músicos callejeros se reúnen ahí para tocar. Mis preferidos fueron dos chicos que cantaban canciones sobre sándwiches, también hay una señora mayor que toca por las noches ‘hits pop’, para los que salen de bailar. Una buena forma de conocer más sobre este submundo es ver la película Once, ganadora de un premio Oscar en 2008, por mejor canción.
Cuando sale el sol
Una actividad que no hay que perderse si el día es lindo, es visitar alguno de los muchos parques que tiene la capital, como Phoenix Park, Herbert Park o St Stephen’s Green. Dublín tiene más espacios verdes por metro cuadrado que ninguna otra capital europea.
Pero si el día no acompaña, nada mejor que hacer el ‘tour’ por la enorme fábrica de Guinness. Durante el recorrido por el enorme edificio de 4 pisos, me explicaron cómo se hace la cerveza, degusté distintos tipos, vi el museo lleno de barriles y tanques, y terminé el día tomando una espumante Stout en el bar del último piso, que tiene una vista increíble de la ciudad.
El mejor momento para visitar la fábrica es durante la celebración de San Patricio. Alejandro Nuñez, argentino de 26 años pudo vivir esa experiencia. “Además de invitarnos toda la cerveza que quisiéramos, también probamos comida hecha a base de Guinness. En cada piso había una banda distinta tocando música en vivo. Creo que ese día batí el récord de cantidad de pintas tomadas por una persona”, dice entre risas Nuñez. Y hablando de récords, un dato curioso: el famoso Libro de Records Guinness, fue creado por el presidente de esa compañía cervecera en el año 1951.
Acá termina mi paso por la capital. Arriba de un bus recorro los 220 km que me separan de mi próximo destino: Galway.
La ciudad joven
Galway se caracteriza por ser una ciudad en la que viven muchos estudiantes y eso la convierte en un destino vibrante y divertido. Camino por el pequeño centro y noto que hay numerosos bares, restaurantes y cafés. Escucho hablar a la gente por la calle y me sorprende no entender nada. Es verdad que el acento irlandés es muy marcado, pero igualmente por más esfuerzo que hago, no logro comprender una sola palabra.
Lo que sucede es que en la región donde se encuentra Galway, llamada Clare, se sigue utilizando el idioma originario de Irlanda, el ‘irish’. Por 2000 años fue el idioma dominante de la región, hasta que Inglaterra colonizó el país, introduciendo el inglés. “El ‘irish’ se sigue enseñando en los colegios, aunque no es muy utilizando entre los más jóvenes. Depende mucho cómo es tu familia, en la mía aún hablamos ‘irish’ porque no queremos perder esa identidad que viene de nuestros ancestros, es lo que nos hace únicos”, comenta Richard O’ Carroll, señalando otra razón más por la cual visitar la ciudad.
Santuarios, paisajes y leyendas
Galway es un excelente punto de partida hacia otros destinos cercanos. Mientras escucho la voz del guía que me cuenta que en ese castillo vivió un rey o que esa construcción es de la época de los celtas, me transporto en el tiempo. Miro por la ventana del bus y siento que el tiempo no ha pasado en esta tierra, que ha sido así siempre: verde y amplia. La primera parada es en un bosque muy particular, los árboles están dispuestos en un círculo y se lo conoce como el fuerte de las hadas. En Irlanda hay una gran creencia en duendes, hadas y otras criaturas mitológicas, herencia de los celtas. Aún hoy se pueden ver árboles con cintas atadas en sus ramas. Se cree que cada tipo de árbol tiene un poder diferente, siendo los más importantes el roble, fresno y espino.
Frenamos a almorzar en el pueblito de Doolin, donde es indispensable probar algún tipo de ‘fudge’, golosina tipo caramelo blando. Hay muchos sabores diferentes, es como elegir un gusto en una heladería.
Finalmente llegamos a los acantilados de Moher, uno de los lugares más visitados de Irlanda. Un viento arrollador nos hace caminar lento y gracioso, cada paso cuesta y el sonido es ensordecedor, pero la vista vale la pena. Las fuertes olas rompen contra la piedra, las aves juegan con las corrientes de aire y un fuerte se divisa a lo lejos.