Después de una dictadura que lo mantuvo cerrado por casi medio siglo, el país se abrió al mundo como uno de los mejor preservados del Sudeste Asiático. Con un ‘boom’ turístico en pleno auge, hoy es posible encontrar en Myanmar hospitalidad de lujo y una cultura tradicional casi intacta, por la que vale la pena viajar al otro extremo del planeta.
Txt: Julia Klein Ph: Gentileza Unsplash y Pixabay
Yangon, también conocida como Rangoon, significa “ciudad sin enemigos” en idioma birmano. Pero la ex capital de Myanmar, país al cual muchos todavía llaman Birmania, conoció todo tipo de agresiones. Para comprobarlo, no hace falta más que repasar la historia de su pagoda Shwedagon, uno de los templos budistas más sagrados del mundo. Desde su construcción en el siglo VI, este espectacular complejo de stupas recubiertas de placas de oro -y que resguarda una estatua de Buda con una corona de 5.448 diamantes y 2.317 rubíes- tuvo que sobrevivir a una serie de terremotos devastadores, al saqueo del navegante portugués Philip de Brito y Nicote (que robó, entre otras cosas, una campaña de 30 toneladas, que terminó hundida en las profundidades fangosas del río Bago) y a la invasión del imperio británico, que convirtió el templo en una fortaleza militar con un almacén de armas subterráneo.
La pagoda también fue escenario de una masiva huelga de estudiantes en 1936, del histórico discurso del general Aung Sang reclamando la independencia de los ingleses diez años después y, ya en 1988, fue su hija, la ganadora del Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, quien pronunció otro discurso emblemático, frente a casi medio millón de personas, para pedirle al gobierno militar que restaurara la democracia en su país. Esta dictadura fue una de las más largas: empezó en 1962 y se disolvió oficialmente en 2011, aunque el primer presidente electo en casi medio siglo, Htin Kyaw, pudo asumir su cargo recién en marzo del año pasado.
Así y todo, recorrer Shwedagon hoy es una de las experiencias más sublimes y místicas que puede ofrecer el Sudeste Asiático. Es ideal llegar un buen rato antes del atardecer, para admirar cómo los rayos del sol hacen su juego de luces y sombras con cada una de las cúpulas doradas del complejo. Una vez caída la noche, cuando la sensación de la brisa fresca en la cara se mezcla con la del mármol tibio en los pies descalzos (como en todo lugar sagrado del budismo, es necesario sacarse los zapatos para entrar), lo que maravilla son los ritos de los centenares de fieles, quienes recorren el templo y prenden infinitas velas, y rezan y cantan y murmuran plegarias al príncipe Siddharta, compenetrados en una devoción milenaria.
Con algo de suerte, también llegará a rendir homenaje algún grupo de niñas monjas; con sus túnicas rosa pálido y cabezas rapadas, arrodilladas una al lado de la otra en filas prolijas. A primera vista, parecen religiosas tan rigurosas y sobrias como sus pares mayores, pero al mirarlas con atención, uno puede empezar a adivinar sus individualidades -mientras algunas ya se toman su destino de monja con gran responsabilidad, otras hacen muecas entre ellas y se ríen por lo bajo, para evitar que la superiora las descubra en plena travesura-.
Por su parte, Yangon se presenta como una ciudad apacible, incluso por momentos adormecida, aparentando no guardar resabios de otros tiempos más violentos. Para entrar en su particular ritmo, nada como caminar por sus barrios coloniales derruidos y encontrarse con algún edificio histórico que supo ser glorioso; por acá, el High Court victoriano, con la clásica fachada de ladrillos rojos; por allá, el fantasmagórico Secretariat, con reminiscencias a la arquitectura más rebuscada de Calcuta. En el trayecto, es probable encontrar vendedores ambulantes de libros, remeras y demás ‘merchandising’ de Aung San Suu Kyi, devenida heroína nacional, con su cara transformada en icono al estilo Che Guevara. También aparecerán las mujeres modernas de Myanmar, vestidas de camisa y pollera, portando un paraguas para resguardarse del calor o la lluvia, y los rostros embadurnados de ‘thanaka’, esa pasta cosmética amarillenta que usan tanto para proteger como para decorar su piel.
Un festival de stupas
Yangon dejó de ser capital de Myanmar en 2005, cuando los militares decidieron mudarse a Naipyidó, 320 kilómetros más al norte, construida casi de cero con este fin. Esta ciudad pseudo fantasma, de enormes bloques de concreto y autopistas desiertas, puede convertirse en una curiosa escala (dos o tres horas son más que suficientes) hacia Bagan, indudablemente el mayor atractivo turístico del país, visitado por unas mil personas diariamente en temporada alta. Es que se trata de uno de los monumentos religiosos más gigantescos del planeta: un complejo arqueológico de 13 x 8 kilómetros con 2.200 templos budistas todavía en pie. En su época de mayor esplendor, el predio contaba con más de 10.000 templos, construidos entre los siglos XI y XIII.
Cada santuario es único. La mayoría son stupas –monumentos espirituales hechos para contener reliquias-, aunque también hay una minoría en estilo pagoda, con sus característicos tejados en varios niveles-. Algunos dejan su construcción de piedra al desnudo, otros están recubiertos en oro y, claro, muchos fueron conquistados por una maleza voraz. A veces alojan estatuas del Buda (sentado, acostado, ojos abiertos u ojos cerrados), pero muchos otros están vacíos o fueron saqueados en algún momento de su larga existencia. El más grande, Dhammayangyi, tiene forma de pirámide y 78 metros de largo; los más pequeños apenas son del tamaño de una casa de muñecas. Es, en definitiva, un parque de diversiones para recorrer ‘a piacere’, sin un itinerario fijo ni demasiado estipulado de antemano, para ir descubriendo poco a poco los propios rincones preferidos.
La manera más práctica de explorar Bagan es en moto eléctrica, único vehículo permitido además de la bicicleta (la cual no es muy recomendable, ya que todos los caminos que conectan a los templos entre sí son de tierra). Pero la forma más glamorosa de captar el lugar en toda su inmensidad es desde un globo aerostático, una opción cada vez más popular, a pesar de que el precio por persona no baja de los 350 dólares, con copa de champagne incluida.
El espectáculo de los globos también tiene su encanto desde la tierra. Cada amanecer, el cielo sobre Bagan se llena de puntos verdes, rojos, naranjas. Y, de un minuto al otro, decenas de globos invaden y transforman el paisaje aéreo, flotando al unísono, casi tan suspendidos en el tiempo como los antiquísimos templos que sobrevuelan.
El otro momento más esperado de la jornada es el atardecer. Para disfrutarlo al máximo, lo mejor es elegir un punto estratégico del complejo: se puede subir a un templo especialmente alto, donde la panorámica se expanda hacia un horizonte lejano, o buscar uno más modesto, pero cercano a otro edificio espectacular para admirarlo en primer plano. A esa hora, también, se suele ver por los caminos a los pastores y sus rebaños de búfalos, que regresan a descansar después de un largo día de trabajo, envueltos en una nube de tierra. Es que Bagan, aún con todo el peso y el polvo de sus 1200 años, sigue siendo un lugar vivo y vivido por los locales.
Hacia rutas salvajes
Así como Myanmar tiene en Bagan su ‘top highlight’ tallado por el hombre, el lago Inle vendría a ser el máximo atractivo moldeado por la propia naturaleza. Rodeado de montañas, este majestuoso espejo de agua dulce se extiende en unas 12 mil hectáreas. Es el segundo más grande del mundo en extensión y también uno de los más altos, a casi mil metros sobre el nivel del mar. Pero son sus habitantes los que lo vuelven verdaderamente mítico. Porque lo que más llama la atención y convoca a visitantes en este recóndito punto del planeta es que cuenta con más de 200 pueblos y aldeas en sus costas, y muchos de ellos son flotantes, al punto tal que hasta lograron idear una forma de cultivar y crear jardines en el agua.
Los protagonistas absolutos del lago Inle son los pescadores “acróbatas”. Con un pie descalzo sobre sus pequeñas barcas y el otro sumergido en el agua, atado a un remo (sí, aprendieron a remar con el pie), les quedan ambas manos liberadas para manejar las redes y poner los anzuelos. Muchos de estos pescadores, conscientes de que se convirtieron en un imán para las fotos curiosas, mantuvieron la vestimenta típica de su etnia, los Intha, que consiste en un pedazo de tela atado a la cintura y sombrero cónico al estilo chino. Un “instaboom” garantizado.
Para adentrarse más y mejor en esta cultura, nada como animarse a un trekking de dos, tres o cuatro días desde o hacia el mismo lago Inle, a través de las suaves ondulaciones de Kalaw. La excursión promete encuentros directos con los locales: hombres de piel curtida y turbantes de colores, mujeres con sombreros de paja y caras pintadas con ‘thanaka’, esa tradición que todavía las une y las identifica con las mujeres de la ciudad. Los paisajes naturales cortan el aliento y, sobre todo, hacen sentir que todavía queda mucho de Myanmar que permanece intacto.
Como en todo destino de Oriente “descubierto” por Occidente, la tradición empieza a mezclarse con el espectáculo, pero eso también tiene sus ventajas: la gente de Myanmar está dispuesta, ahora que se lo han permitido, a contar su historia, a abrirse al extranjero. Es, en definitiva, una nación que estuvo prácticamente cerrada al turismo desde mediados del siglo XX hasta los albores del nuevo milenio por una férrea dictadura. Y ahora el ‘timing’ no podría ser más perfecto para una visita que combine lo mejor de una vivencia auténtica con las comodidades de una industria del turismo en pleno desarrollo y expansión. Lo que se dice, lo mejor de dos mundos.